
MENSAJE DEL SANTO PADRE BENEDICTO XVI
PARA LA XXVI JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD 2011

Queridos
amigos:
Pienso
con
frecuencia en la Jornada
Mundial de la Juventud de
Sydney,
en el 2008. Allí vivimos una gran fiesta de la fe, en la que
el Espíritu de
Dios actuó con fuerza, creando una intensa
comunión entre los participantes,
venidos de todas las partes del mundo. Aquel encuentro, como los
precedentes,
ha dado frutos abundantes en la vida de muchos jóvenes y de
toda la Iglesia.
Nuestra mirada se dirige ahora a la próxima Jornada Mundial
de la Juventud, que
tendrá lugar en Madrid, en el mes de agosto de 2011. Ya en
1989, algunos meses
antes de la histórica caída del Muro de
Berlín, la peregrinación de los
jóvenes
hizo un alto en España, en Santiago
de
Compostela.
Ahora, en un momento en que Europa tiene que volver a
encontrar sus raíces cristianas, hemos fijado nuestro
encuentro en Madrid, con
el lema: «Arraigados
y edificados en Cristo, firmes en la fe»
(cf. Col
2, 7). Os invito a este evento tan importante para la Iglesia en Europa
y para
la Iglesia universal. Además, quisiera que todos los
jóvenes, tanto los que
comparten nuestra fe, como los que vacilan, dudan o no creen, puedan
vivir esta
experiencia, que puede ser decisiva para la vida: la experiencia del
Señor
Jesús resucitado y vivo, y de su amor por cada uno de
nosotros.
1.
En las
fuentes de vuestras aspiraciones más grandes
En
cada
época, también en nuestros días,
numerosos jóvenes sienten el profundo deseo de
que las relaciones interpersonales se vivan en la verdad y la
solidaridad.
Muchos manifiestan la aspiración de construir relaciones
auténticas de amistad,
de conocer el verdadero amor, de fundar una familia unida, de adquirir
una
estabilidad personal y una seguridad real, que puedan garantizar un
futuro
sereno y feliz. Al recordar mi juventud, veo que, en realidad, la
estabilidad y
la seguridad no son las cuestiones que más ocupan la mente
de los jóvenes. Sí,
la cuestión del lugar de trabajo, y con ello la de tener el
porvenir asegurado,
es un problema grande y apremiante, pero al mismo tiempo la juventud
sigue
siendo la edad en la que se busca una vida más grande. Al
pensar en mis años de
entonces, sencillamente, no queríamos perdernos en la
mediocridad de la vida
aburguesada. Queríamos lo que era grande, nuevo.
Queríamos encontrar la vida
misma en su inmensidad y belleza. Ciertamente, eso dependía
también de nuestra
situación. Durante la dictadura nacionalsocialista y la
guerra, estuvimos, por
así decir, “encerrados” por el poder
dominante. Por ello, queríamos salir
afuera para entrar en la abundancia de las posibilidades del ser
hombre. Pero creo
que, en cierto sentido, este impulso de ir más
allá de lo habitual está en cada
generación. Desear algo más que la cotidianidad
regular de un empleo seguro y
sentir el anhelo de lo que es realmente grande forma parte del ser
joven. ¿Se
trata sólo de un sueño vacío que se
desvanece cuando uno se hace adulto? No, el
hombre en verdad está creado para lo que es grande, para el
infinito. Cualquier
otra cosa es insuficiente. San Agustín tenía
razón: nuestro corazón está
inquieto, hasta que no descansa en Tí. El deseo de la vida
más grande es un
signo de que Él nos ha creado, de que llevamos su
“huella”. Dios es vida, y
cada criatura tiende a la vida; en un modo único y especial,
la persona humana,
hecha a imagen de Dios, aspira al amor, a la alegría y a la
paz. Entonces
comprendemos que es un contrasentido pretender eliminar a Dios para que
el
hombre viva. Dios es la fuente de la vida; eliminarlo equivale a
separarse de
esta fuente e, inevitablemente, privarse de la plenitud y la
alegría: «sin el
Creador la criatura se diluye» (Con. Ecum. Vaticano. II,
Const. Gaudium
et Spes,
36). La cultura actual, en
algunas partes del mundo, sobre todo en Occidente, tiende a excluir a
Dios, o a
considerar la fe como un hecho privado, sin ninguna relevancia en la
vida
social. Aunque el conjunto de los valores, que son el fundamento de la
sociedad, provenga del Evangelio –como el sentido de la
dignidad de la persona,
de la solidaridad, del trabajo y de la familia–, se constata
una especie de
“eclipse de Dios”, una cierta amnesia,
más aún, un verdadero rechazo del
cristianismo y una negación del tesoro de la fe recibida,
con el riesgo de perder
aquello que más profundamente nos caracteriza.
Por
este
motivo, queridos amigos, os invito a intensificar vuestro camino de fe
en Dios,
Padre de nuestro Señor Jesucristo. Vosotros sois el futuro
de la sociedad y de
la Iglesia. Como escribía el apóstol Pablo a los
cristianos de la ciudad de
Colosas, es vital tener raíces y bases sólidas.
Esto es verdad, especialmente
hoy, cuando muchos no tienen puntos de referencia estables para
construir su
vida, sintiéndose así profundamente inseguros. El
relativismo que se ha
difundido, y para el que todo da lo mismo y no existe ninguna verdad,
ni un
punto de referencia absoluto, no genera verdadera libertad, sino
inestabilidad,
desconcierto y un conformismo con las modas del momento. Vosotros,
jóvenes,
tenéis el derecho de recibir de las generaciones que os
preceden puntos firmes
para hacer vuestras opciones y construir vuestra vida, del mismo modo
que una
planta pequeña necesita un apoyo sólido hasta que
crezcan sus raíces, para
convertirse en un árbol robusto, capaz de dar fruto.
2.
Arraigados y edificados en Cristo
Para
poner
de relieve la importancia de la fe en la vida de los creyentes,
quisiera
detenerme en tres términos que san Pablo utiliza en: «Arraigados
y
edificados en Cristo, firmes en la fe»
(cf. Col
2, 7). Aquí podemos
distinguir tres imágenes: “arraigado”
evoca el árbol y las raíces que lo
alimentan; “edificado” se refiere a la
construcción; “firme” alude al
crecimiento de la fuerza física o moral. Se trata de
imágenes muy elocuentes.
Antes de comentarlas, hay que señalar que en el texto
original las tres
expresiones, desde el punto de vista gramatical, están en
pasivo: quiere decir,
que es Cristo mismo quien toma la iniciativa de arraigar, edificar y
hacer
firmes a los creyentes.
La
primera
imagen es la del árbol, firmemente plantado en el suelo por
medio de las
raíces, que le dan estabilidad y alimento. Sin las
raíces, sería llevado por el
viento, y moriría. ¿Cuáles son
nuestras raíces? Naturalmente, los padres, la
familia y la cultura de nuestro país son un componente muy
importante de
nuestra identidad. La Biblia nos muestra otra más. El
profeta Jeremías escribe:
«Bendito quien confía en el Señor y
pone en el Señor su confianza: será un
árbol plantado junto al agua, que junto a la corriente echa
raíces; cuando
llegue el estío no lo sentirá, su hoja
estará verde; en año de sequía no se
inquieta, no deja de dar fruto» (Jer
17, 7-8). Echar raíces, para el
profeta, significa volver a poner su confianza en Dios. De
Él viene nuestra
vida; sin Él no podríamos vivir de verdad.
«Dios nos ha dado vida eterna y esta
vida está en su Hijo» (1
Jn 5,11). Jesús mismo
se presenta como nuestra
vida (cf. Jn
14, 6). Por ello, la fe cristiana no es sólo creer en la
verdad, sino sobre todo una relación personal con
Jesucristo. El encuentro con
el Hijo de Dios proporciona un dinamismo nuevo a toda la existencia.
Cuando
comenzamos a tener una relación personal con Él,
Cristo nos revela nuestra
identidad y, con su amistad, la vida crece y se realiza en plenitud.
Existe un
momento en la juventud en que cada uno se pregunta:
¿qué sentido tiene mi vida,
qué finalidad, qué rumbo debo darle? Es una fase
fundamental que puede turbar
el ánimo, a veces durante mucho tiempo. Se piensa
cuál será nuestro trabajo,
las relaciones sociales que hay que establecer, qué afectos
hay que
desarrollar… En este contexto, vuelvo a pensar en mi
juventud. En cierto modo,
muy pronto tomé conciencia de que el Señor me
quería sacerdote. Pero más
adelante, después de la guerra, cuando en el seminario y en
la universidad me
dirigía hacia esa meta, tuve que reconquistar esa certeza.
Tuve que
preguntarme: ¿es éste de verdad mi camino?
¿Es de verdad la voluntad del Señor
para mí? ¿Seré capaz de permanecerle
fiel y estar totalmente a disposición de
Él, a su servicio? Una decisión así
también causa sufrimiento. No puede ser de
otro modo. Pero después tuve la certeza:
¡así está bien! Sí, el
Señor me
quiere, por ello me dará también la fuerza.
Escuchándole, estando con Él, llego
a ser yo mismo. No cuenta la realización de mis propios
deseos, sino su
voluntad. Así, la vida se vuelve auténtica.
Como
las
raíces del árbol lo mantienen plantado firmemente
en la tierra, así los
cimientos dan a la casa una estabilidad perdurable. Mediante la fe,
estamos
arraigados en Cristo (cf. Col
2, 7), así como una casa está construida
sobre los cimientos. En la historia sagrada tenemos numerosos ejemplos
de
santos que han edificado su vida sobre la Palabra de Dios. El primero
Abrahán.
Nuestro padre en la fe obedeció a Dios, que le
pedía dejar la casa paterna para
encaminarse a un país desconocido.
«Abrahán creyó a Dios y se le
contó en su
haber. Y en otro pasaje se le llama “amigo de
Dios”» (St
2, 23). Estar
arraigados en Cristo significa responder concretamente a la llamada de
Dios,
fiándose de Él y poniendo en práctica
su Palabra. Jesús mismo reprende a sus
discípulos: «¿Por qué me
llamáis: “¡Señor,
Señor!”, y no hacéis lo que
digo?» (Lc
6, 46). Y recurriendo a la imagen de la construcción de la
casa, añade: «El que
se acerca a mí, escucha mis palabras y las pone por
obra… se parece a uno que
edificaba una casa: cavó, ahondó y puso los
cimientos sobre roca; vino una
crecida, arremetió el río contra aquella casa, y
no pudo tambalearla, porque
estaba sólidamente construida» (Lc
6, 47-48).
Queridos
amigos, construid vuestra casa sobre roca, como el hombre que
“cavó y ahondó”.
Intentad también vosotros acoger cada día la
Palabra de Cristo. Escuchadle como
al verdadero Amigo con quien compartir el camino de vuestra vida. Con
Él a
vuestro lado seréis capaces de afrontar con
valentía y esperanza las
dificultades, los problemas, también las desilusiones y los
fracasos.
Continuamente se os presentarán propuestas más
fáciles, pero vosotros mismos os
daréis cuenta de que se revelan como engañosas,
no dan serenidad ni alegría.
Sólo la Palabra de Dios nos muestra la auténtica
senda, sólo la fe que nos ha
sido transmitida es la luz que ilumina el camino. Acoged con gratitud
este don
espiritual que habéis recibido de vuestras familias y
esforzaos por responder
con responsabilidad a la llamada de Dios, convirtiéndoos en
adultos en la fe.
No creáis a los que os digan que no necesitáis a
los demás para construir
vuestra vida. Apoyaos, en cambio, en la fe de vuestros seres queridos,
en la fe
de la Iglesia, y agradeced al Señor el haberla recibido y
haberla hecho
vuestra.
3.
Firmes
en la fe
Estad
«arraigados
y edificados en Cristo, firmes en la fe»
(cf. Col
2, 7). La carta de
la cual está tomada esta invitación, fue escrita
por san Pablo para responder a
una necesidad concreta de los cristianos de la ciudad de Colosas.
Aquella
comunidad, de hecho, estaba amenazada por la influencia de ciertas
tendencias
culturales de la época, que apartaban a los fieles del
Evangelio. Nuestro
contexto cultural, queridos jóvenes, tiene numerosas
analogías con el de los
colosenses de entonces. En efecto, hay una fuerte corriente de
pensamiento
laicista que quiere apartar a Dios de la vida de las personas y la
sociedad,
planteando e intentando crear un
“paraíso” sin Él. Pero la
experiencia enseña
que el mundo sin Dios se convierte en un
“infierno”, donde prevalece el
egoísmo, las divisiones en las familias, el odio entre las
personas y los
pueblos, la falta de amor, alegría y esperanza. En cambio,
cuando las personas
y los pueblos acogen la presencia de Dios, le adoran en verdad y
escuchan su
voz, se construye concretamente la civilización del amor,
donde cada uno es
respetado en su dignidad y crece la comunión, con los frutos
que esto conlleva.
Hay cristianos que se dejan seducir por el modo de pensar laicista, o
son
atraídos por corrientes religiosas que les alejan de la fe
en Jesucristo.
Otros, sin dejarse seducir por ellas, sencillamente han dejado que se
enfriara
su fe, con las inevitables consecuencias negativas en el plano moral.
El
apóstol
Pablo recuerda a los hermanos, contagiados por las ideas contrarias al
Evangelio, el poder de Cristo muerto y resucitado. Este misterio es el
fundamento de nuestra vida, el centro de la fe cristiana. Todas las
filosofías
que lo ignoran, considerándolo “necedad”
(1 Co
1, 23), muestran sus
límites ante las grandes preguntas presentes en el
corazón del hombre. Por
ello, también yo, como Sucesor del apóstol Pedro,
deseo confirmaros en la fe
(cf. Lc
22, 32). Creemos firmemente que Jesucristo se entregó en la
Cruz
para ofrecernos su amor; en su pasión, soportó
nuestros sufrimientos, cargó con
nuestros pecados, nos consiguió el perdón y nos
reconcilió con Dios Padre,
abriéndonos el camino de la vida eterna. De este modo, hemos
sido liberados de
lo que más atenaza nuestra vida: la esclavitud del pecado, y
podemos amar a
todos, incluso a los enemigos, y compartir este amor con los hermanos
más
pobres y en dificultad.
Queridos
amigos, la cruz a menudo nos da miedo, porque parece ser la
negación de la
vida. En realidad, es lo contrario. Es el
“sí” de Dios al hombre, la
expresión
máxima de su amor y la fuente de donde mana la vida eterna.
De hecho, del
corazón de Jesús abierto en la cruz ha brotado la
vida divina, siempre
disponible para quien acepta mirar al Crucificado. Por eso, quiero
invitaros a
acoger la cruz de Jesús, signo del amor de Dios, como fuente
de vida nueva. Sin
Cristo, muerto y resucitado, no hay salvación.
Sólo Él puede liberar al mundo
del mal y hacer crecer el Reino de la justicia, la paz y el amor, al
que todos
aspiramos.
4.
Creer
en Jesucristo sin verlo
En
el
Evangelio se nos describe la experiencia de fe del apóstol
Tomás cuando acoge
el misterio de la cruz y resurrección de Cristo.
Tomás, uno de los doce
apóstoles, siguió a Jesús, fue testigo
directo de sus curaciones y milagros,
escuchó sus palabras, vivió el desconcierto ante
su muerte. En la tarde de
Pascua, el Señor se aparece a los discípulos,
pero Tomás no está presente, y
cuando le cuentan que Jesús está vivo y se les ha
aparecido, dice: «Si no veo
en sus manos la señal de los clavos, si no meto el dedo en
el agujero de los
clavos y no meto la mano en su costado, no lo creo» (Jn
20, 25).
También
nosotros quisiéramos poder ver a Jesús, poder
hablar con Él, sentir más
intensamente aún su presencia. A muchos se les hace hoy
difícil el acceso a
Jesús. Muchas de las imágenes que circulan de
Jesús, y que se hacen pasar por
científicas, le quitan su grandeza y la singularidad de su
persona. Por ello, a
lo largo de mis años de estudio y meditación, fui
madurando la idea de
transmitir en un libro algo de mi encuentro personal con
Jesús, para ayudar de
alguna forma a ver, escuchar y tocar al Señor, en quien Dios
nos ha salido al
encuentro para darse a conocer. De hecho, Jesús mismo,
apareciéndose nuevamente
a los discípulos después de ocho días,
dice a Tomás: «Trae tu dedo, aquí
tienes
mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas
incrédulo, sino
creyente» (Jn
20, 27). También para nosotros es posible tener un
contacto sensible con Jesús, meter, por así
decir, la mano en las señales de su
Pasión, las señales de su amor. En los
Sacramentos, Él se nos acerca en modo
particular, se nos entrega. Queridos jóvenes, aprended a
“ver”, a “encontrar” a
Jesús en la Eucaristía, donde está
presente y cercano hasta entregarse como
alimento para nuestro camino; en el Sacramento de la Penitencia, donde
el Señor
manifiesta su misericordia ofreciéndonos siempre su
perdón. Reconoced y servid
a Jesús también en los pobres y enfermos, en los
hermanos que están en
dificultad y necesitan ayuda.
Entablad
y
cultivad un diálogo personal con Jesucristo, en la fe.
Conocedle mediante la
lectura de los Evangelios y del Catecismo de la Iglesia
Católica; hablad con Él
en la oración, confiad en Él. Nunca os
traicionará. «La fe es ante todo una adhesión
personal del hombre a Dios; es
al mismo tiempo e inseparablemente el
asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado»
(Catecismo
de la Iglesia Católica,
150). Así
podréis adquirir una fe madura, sólida, que no se
funda únicamente en un
sentimiento religioso o en un vago recuerdo del catecismo de vuestra
infancia.
Podréis conocer a Dios y vivir auténticamente de
Él, como el apóstol Tomás,
cuando profesó abiertamente su fe en Jesús:
«¡Señor mío y Dios
mío!».
5.
Sostenidos por la fe de la Iglesia, para ser testigos
En
aquel
momento Jesús exclama: «¿Porque me has
visto has creído? Dichosos los que crean
sin haber visto» (Jn
20, 29). Pensaba en el camino de la Iglesia,
fundada sobre la fe de los testigos oculares: los Apóstoles.
Comprendemos ahora
que nuestra fe personal en Cristo, nacida del diálogo con
Él, está vinculada a
la fe de la Iglesia: no somos creyentes aislados, sino que, mediante el
Bautismo, somos miembros de esta gran familia, y es la fe profesada por
la
Iglesia la que asegura nuestra fe personal. El Credo
que proclamamos
cada domingo en la Eucaristía nos protege precisamente del
peligro de creer en
un Dios que no es el que Jesús nos ha revelado:
«Cada creyente es como un
eslabón en la gran cadena de los creyentes. Yo no puedo
creer sin ser sostenido
por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de
los
otros» (Catecismo
de la Iglesia Católica,
166).
Agradezcamos siempre al Señor el don de la Iglesia; ella nos
hace progresar con
seguridad en la fe, que nos da la verdadera vida (cf. Jn
20, 31).
En
la
historia de la Iglesia, los santos y mártires han sacado de
la cruz gloriosa la
fuerza para ser fieles a Dios hasta la entrega de sí mismos;
en la fe han
encontrado la fuerza para vencer las propias debilidades y superar toda
adversidad. De hecho, como dice el apóstol Juan:
«¿quién es el que vence al
mundo sino el que cree que Jesús es el Hijo de
Dios?» (1 Jn
5, 5). La
victoria que nace de la fe es la del amor. Cuántos
cristianos han sido y son un
testimonio vivo de la fuerza de la fe que se expresa en la caridad. Han
sido
artífices de paz, promotores de justicia, animadores de un
mundo más humano, un
mundo según Dios; se han comprometido en diferentes
ámbitos de la vida social,
con competencia y profesionalidad, contribuyendo eficazmente al bien de
todos.
La caridad que brota de la fe les ha llevado a dar un testimonio muy
concreto,
con la palabra y las obras. Cristo no es un bien sólo para
nosotros mismos,
sino que es el bien más precioso que tenemos que compartir
con los demás. En la
era de la globalización, sed testigos de la esperanza
cristiana en el mundo
entero: son muchos los que desean recibir esta esperanza. Ante la tumba
del
amigo Lázaro, muerto desde hacía cuatro
días, Jesús, antes de volver a llamarlo
a la vida, le dice a su hermana Marta: «Si crees,
verás la gloria de Dios» (Jn
11, 40). También vosotros, si creéis, si
sabéis vivir y dar cada día testimonio
de vuestra fe, seréis un instrumento que ayudará
a otros jóvenes como vosotros
a encontrar el sentido y la alegría de la vida, que nace del
encuentro con
Cristo.
6.
Hacia
la Jornada Mundial de Madrid
Queridos
amigos, os reitero la invitación a asistir a la Jornada
Mundial de la Juventud
en Madrid. Con profunda alegría, os espero a cada uno
personalmente. Cristo
quiere afianzaros en la fe por medio de la Iglesia. La
elección de creer en
Cristo y de seguirle no es fácil. Se ve obstaculizada por
nuestras
infidelidades personales y por muchas voces que nos sugieren
vías más fáciles.
No os desaniméis, buscad más bien el apoyo de la
comunidad cristiana, el apoyo
de la Iglesia. A lo largo de este año, preparaos
intensamente para la cita de
Madrid con vuestros obispos, sacerdotes y responsables de la pastoral
juvenil
en las diócesis, en las comunidades parroquiales, en las
asociaciones y los
movimientos. La calidad de nuestro encuentro dependerá,
sobre todo, de la
preparación espiritual, de la oración, de la
escucha en común de la Palabra de
Dios y del apoyo recíproco.
Queridos
jóvenes, la Iglesia cuenta con vosotros. Necesita vuestra fe
viva, vuestra
caridad creativa y el dinamismo de vuestra esperanza. Vuestra presencia
renueva
la Iglesia, la rejuvenece y le da un nuevo impulso. Por ello, las Jornadas
Mundiales de la Juventud
son una gracia no sólo para vosotros, sino
para todo el Pueblo de Dios. La Iglesia en España se
está preparando
intensamente para acogeros y vivir la experiencia gozosa de la fe.
Agradezco a
las diócesis, las parroquias, los santuarios, las
comunidades religiosas, las
asociaciones y los movimientos eclesiales, que están
trabajando con generosidad
en la preparación de este evento. El Señor no
dejará de bendecirles. Que la
Virgen María acompañe este camino de
preparación. Ella, al anuncio del Ángel,
acogió con fe la Palabra de Dios; con fe
consintió que la obra de Dios se
cumpliera en ella. Pronunciando su “fiat”,
su “sí”, recibió el don de
una caridad inmensa, que la impulsó a entregarse enteramente
a Dios. Que Ella
interceda por todos vosotros, para que en la próxima Jornada
Mundial podáis
crecer en la fe y en el amor. Os aseguro mi recuerdo paterno en la
oración y os
bendigo de corazón.
Vaticano,
6 de agosto de 2010,
Fiesta
de la
Transfiguración del Señor.
BENEDICTUS
PP. XVI
Lunes 25 de julio de 2011, por